La promesa al llamado (2)

Por Rev. Marinus Schipper [1]

¡La promesa es siempre segura!

Su certeza se sustenta en el hecho de que Dios es quien hace la promesa. Él la concibió, Él la declara y Él mismo es quien realiza lo prometido. No puede por lo tanto, en ningún sentido de la palabra, ser contingente. No puede estar condicionada a la voluntad de la criatura para su cumplimiento. La promesa es tan fiel y verdadera como Dios es inmutable. Él ciertamente realizará Su promesa. El hecho es que cuando Él se liga a conceder algo Él lo hace por un juramento. Observe lo que leemos en Hebreos 6:13, 14, 17-18;

“Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo, diciendo: De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente. Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento; para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros.”

Así, el objeto de la promesa nunca es general, sino definido y particular! En la Escritura la promesa es centralmente hecha a Cristo y por medio de Él a la simiente de Abraham, los cuales son llamados los hijos de la promesa o herederos y coherederos de la promesa. Esto es claramente expuesto en el pasaje citado arriba del libro de Hebreos como también se afirma claramente en el siguiente pasaje que se encuentra en Gálatas 3:16, 29;

“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo… Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.”

La Escritura habla de diversas maneras sobre el contenido que se encuentra en la promesa. Se habla de la promesa de la vida (1 Timoteo 4: 8); de la promesa de la vida eterna (1 Juan 2:25); de la promesa de la Segunda venida de Cristo (2 Pedro 3:4); de la promesa de entrar en el reposo del Señor (Hebreos 4:1); de la promesa de convertirse en herederos de la salvación (Romanos 4:13); de la promesa del surgimiento del Salvador (Hechos 13:23) entre otros. Usted puede inmediatamente darse cuenta que a pesar de las expresiones distintas en los pasajes sin embargo, todas ellas tienen que ver con lo mismo en esencia. Siempre el contenido de la promesa tiene que ver con Cristo o con algo relacionado con Él. Siempre podemos decir, que la promesa es el Evangelio con respecto a Cristo o asuntos relacionados siempre con Él. Tal es también la verdad respecto a la promesa en nuestro texto inicial.

¡La promesa referente al Espíritu Santo, como el Espíritu de Cristo!

Tenga en cuenta el contexto; “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís.” (Hechos 2:33) “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos 2:38) Era el día de Pentecostés, el día en que el Espíritu fue derramado sobre la iglesia tanto en el cielo como en la tierra! El Espíritu del Redentor resucitado y glorificado! Dado a Él en Su exaltación sin medida y por Él mismo derramado sobre toda la iglesia. El Espíritu Santo de Cristo por el cual Él llega a ser a ellos el Consolador como Él mismo lo había prometido. Así, Él los regenera y los hace nuevas criaturas. Él les imparte la fe y por medio de la fe la justicia, la santificación, el perdón de los pecados y la vida eterna. Tal como el Espíritu de la promesa representado a menudo en las Escrituras. Piense en aquel pasaje monumental en la profecía de Joel que se refiere en los versículos 16 en adelante como tantos otros muchos pasajes donde se mira al Espíritu Santo como el cumplimiento de la promesa.

¡La promesa para ti, para vuestros hijos, y para todos los que están lejos!

¡Es para usted!, es decir, la audiencia inmediata del apóstol Pedro a quienes anunciaba su sermón pentecostal. Estos se describen en el contexto como judíos, hombres devotos de todas las naciones bajo el cielo que estaban presentes en Jerusalén en ese día. Son llamados hombres de Judea, hombres de Israel, hombres y hermanos. ¡La promesa es para sus hijos!, es decir, los hijos de estos oyentes, los niños judíos. ¡A todos los que están lejos!, es decir, no sólo los a judíos esparcidos por el mundo como algunos insisten hoy en día, sino que también se refiere a los gentiles quienes han vivido a lo largo de la antigua dispensación lejos del pacto de Israel. Por lo cual podemos concluir que la promesa no se limita a una clase o nación de gente sino es universal en su ámbito de aplicación. Para el judío primeramente y luego también para el griego, es decir, en el orden en que la promesa fue dada y cumplida.

¡Para cuantos el Señor nuestro Dios llamare!

A pesar de que la promesa tiene un alcance universal como es su presentación, esto no quiere decir que Dios ha dado esta promesa a todos los hombres. No debemos tener nada en común con la opinión popular de nuestros días que sostiene que Dios da la promesa a todos los que escuchan el Evangelio o aquellos que sostienen que la promesa es hecha para todos los que son miembros de la iglesia ya sea por el bautismo o su nacimiento natural en la esfera del pacto. Estos puntos de vista son tan claramente erróneos que quedan fuera en la superficie misma de nuestro texto. El apóstol Pedro habla enfáticamente y sin lugar a dudas de la promesa del Espíritu Santo siendo destinado para todos y cuantos el Señor nuestro Dios llamare.

Y el llamado aquí no es meramente el sonido hecho al exterior del Evangelio sino más bien el interior, el llamamiento eficaz que Dios realiza según Su plan de redención. Este llamado pertenece al orden de la salvación descrito por el apóstol Pablo en Romanos 8:30; “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.” El llamamiento en este sentido no es una mera invitación por parte de Dios que usted puede aceptar o rechazar por voluntad propia; sino más bien cuando usted es llamado por el Evangelio y usted viene.

Aquellos que son llamados son descritos en el contexto como arrepentidos, que están compungidos de corazón y que pedía a gritos lo que deberían hacer. Ellos son los que Pablo describe como habiendo sido predestinados y elegidos, o de nuevo como la simiente de Cristo y los herederos según la promesa. Los llamados responden en fe, apropiándose de la promesa y experimentando las dulces operaciones y benevolencias del Espíritu que ya están en sus corazones. Son sólo estos quienes reciben el Espíritu Santo como el Espíritu de Cristo según la promesa infalible de Dios. La promesa ya había hablado a Abraham, el padre de todos los creyentes (Génesis 17:7). Es la promesa que evidentemente Pedro está pensando al pronunciar las palabras de nuestro texto.

Lo decimos nuevamente; ¡Que reconfortante es esta verdad!

Se pretende que sea al menos en parte, la respuesta a la pregunta de aquellos cuyos corazones fueron compungidos y exclamaron a gran voz: Varones hermanos, ¿qué haremos? Ellos habían sido testigos de los apóstoles en el milagro de Pentecostés donde predicaban el Evangelio en el idioma de cada uno de los reunidos en Jerusalén. Ellos habían sido objeto de la audiencia del Evangelio, que tuvo como tema la crucifixión, muerte, resurrección y ascensión gloriosa del Señor Jesucristo. Se les habían sido demostrado sin lugar a dudas de que todo esto que le había ocurrido a Cristo había sido hecho según el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, pero también a través de las manos de hombres sin ley que eran responsables especialmente con el pecado de la crucifixión. Y cuando ellos escucharon todo esto, ellos fueron compungidos de corazón. Fueron declarados por este sermón culpables de pecado, teniendo en cuenta que eran dignos de condenación y que en la desesperación fueron impelidos a gritar: ¡¿Qué vamos a hacer?!

Por lo tanto, en el camino del arrepentimiento y de la experiencia de la remisión de los pecados es que los beneficiarios de la promesa reciben el don del Espíritu Santo. Es también la manera en que Dios cumple su promesa la cual no puede caer al suelo en su realización a aquellos para los que está destinada.

Después de haber sido llamados de las tinieblas a la luz admirable de Cristo, los destinatarios de la promesa experimentaron subjetivamente por medio del camino del arrepentimiento y los otros medios de gracia lo que la promesa por dirección divina se había propuesto ha realizar en ellos. El Espíritu Santo como el Espíritu del Redentor exaltado ha llegado a tener Su morada en sus corazones y conducirlos más hacia la alegría de la salvación de ellos. Y esta promesa todavía Él la está realizando en ellos que está llamando dondequiera que Él se complace en confirmar Su pacto, no sólo en los que están cerca sino también a los que están lejos según Su beneplácito deseo.


[1] Rev. Marinus Schipper, "The Promise To The Called",  Cortesía de; The Standard Bearer.
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