Introducción
El Registrum Epistolarum, libro V, carta 18, de San Gregorio Magno, es uno de los documentos más explícitos y contundentes en la historia del cristianismo contra la pretensión de supremacía absoluta dentro de la Iglesia de Cristo. Esta carta, dirigida al patriarca de Constantinopla, Juan el Ayunador (Ioannes Jejunator), quien había adoptado el título de “Patriarca Ecuménico” o “Obispo Universal”, representa no solo un rechazo institucional, sino una denuncia profundamente teológica y eclesiológica contra cualquier forma de arrogancia jerárquica que desfigure el carácter de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
1. Unidad eclesial y gracia común
Gregorio Magno comienza su argumento recordando que la gracia de Dios se derrama sobre todos los miembros del cuerpo de Cristo “en común”. No hay privilegio exclusivo que justifique una preeminencia arrogante, y por tanto, aquel que pretende elevarse sobre los demás, destruye la unidad de la Iglesia y contradice el Evangelio de Jesucristo. La verdadera grandeza, afirma, se encuentra en la humildad, no en la usurpación y acumulación de títulos.
Esta crítica refleja la raíz paulina de la eclesiología patrística: “¿Fue crucificado Pablo por vosotros?” (1 Cor. 1:13). Cualquier intento de dividir la Iglesia mediante nombres, títulos o personalismos es, para Gregorio, una repetición de la tentación original: separar los miembros de Cristo de su única Cabeza. La analogía es clara: así como el apóstol Pablo rechazó ser cabeza de un partido dentro del cuerpo de Cristo, también los obispos deben rechazar cualquier pretensión que los ubique por encima de sus hermanos.
2. La arrogancia luciferina del título “universal”
La parte más vehemente de la carta vincula teológicamente el deseo del título “universal” con la caída de Lucifer, citando Isaías 14:13: “Subiré al cielo, exaltaré mi trono sobre las estrellas de Dios… seré semejante al Altísimo.” Gregorio identifica esta actitud no solo como soberbia personal, sino como una amenaza espiritual para toda la Iglesia. En su visión pastoral, el deseo de ser llamado “universal” equivale a intentar subyugar a todos los obispos —“las estrellas del cielo”, “las nubes que llueven la predicación”— bajo un dominio humano, usurpando el lugar que sólo corresponde a Cristo, la verdadera Cabeza.
Este paralelo entre la arrogancia eclesiástica y la rebelión angélica no es retórica vacía: Gregorio ve en ello un grave peligro escatológico. Si en el juicio final el obispo debe rendir cuentas a Cristo por haber intentado someter a Su cuerpo bajo un hombre, ¿qué esperanza queda para aquel que por codicia de títulos falsificó la gloria divina con una vanagloria eclesiástica?
3. El ejemplo de los apóstoles y los santos
Gregorio recurre a la autoridad apostólica y patrística: Pedro, Pablo, Andrés y Juan —grandes en santidad y autoridad— no se atrevieron jamás a reclamar el título de “universal”. Eran cabezas de comunidades particulares, sí, pero miembros bajo una sola Cabeza, Cristo. Y va más allá: ni siquiera los santos del Antiguo Testamento bajo la ley, ni los santos bajo la gracia, pretendieron tal arrogancia.
De este modo, Gregorio denuncia que el deseo del patriarca es una novedad eclesiástica contraria a la tradición de los santos y una ruptura con la verdadera espiritualidad apostólica. Si ningún santo auténtico se llamó a sí mismo “universal”, quien hoy desea hacerlo demuestra cuán lejos está de la verdadera santidad.
4. La humildad de Roma ante Calcedonia
Gregorio apela también a la historia: incluso cuando el Concilio de Calcedonia otorgó a los obispos de Roma el título de “universal”, ninguno de sus predecesores lo aceptó. ¿Por qué? Porque entendían que tal título no honraba a Cristo, sino que negaba la dignidad compartida del episcopado. Asumir ese título sería denigrar a sus hermanos y dividir la Iglesia, lo cual es anatema para un verdadero pastor del rebaño de Dios.
En este punto, Gregorio da testimonio de una visión romana de la primacía no como poder jurídico centralizador, sino como servicio humilde dentro del colegio apostólico. La autoridad de Roma, si bien reconocida en el Concilio, debía ejercerse sin eclipsar a los demás obispos, preservando así la unidad sin tiranía y supremacía.
Conclusión: la verdadera “universalidad” es la humildad bajo Cristo
La carta de Gregorio Magno es un testimonio ejemplar del equilibrio entre autoridad y humildad, entre primado pastoral y colegialidad episcopal. Su crítica al título de “universal” no se basa en rivalidad con Constantinopla, sino en una profunda convicción evangélica: solo Cristo es Cabeza y mediador único de la Iglesia (Efesios 1:22-23). Quien intente usurpar ese lugar, se convierte no en servidor de Cristo, sino en imitador del tentador que quiso ser “como el Altísimo”.
Paradójicamente, siglos más tarde, los sucesores de Gregorio adoptarían precisamente el título que él rechazó con tanto ardor. El papa Bonifacio III fue el primero en reclamar oficialmente el título de Episcopus universalis en 607, apenas dos años después de la muerte de Gregorio. Con ello, se cerraba una etapa en que Roma podía hablar de primado sin absolutismo.
Esta carta, entonces, sigue siendo hoy un grito profético contra toda forma de eclesiología imperial, y un llamado a una Reforma permanente que no se base en títulos ni pretensiones, sino en la fidelidad humilde al único Señor y Cabeza de la Iglesia: Jesucristo.
“Ama con todo tu corazón la humildad, mediante la cual se preservará la concordia de todos los hermanos y la unidad de la santa Iglesia universal.” — Gregorio Magno.
La carta Registrum Epistolarum, libro V, carta 18, de San Gregorio Magno
Aquí un fragmento de Registrum Epistolarum, libro V, carta 18, de San Gregorio Magno;
“Te ruego que consideres que esta temeraria presunción perturba la paz de toda la Iglesia , y que contradice la gracia que se derrama sobre todos en común; en cuya gracia , sin duda, tú mismo tendrás poder para crecer en la medida en que te lo propongas. Y te volverás tanto más grande cuanto más te abstengas de usurpar un título arrogante e insensato; y progresarás en la medida en que no te inclines a arrogarte denigrando a tus hermanos. Por tanto, querido hermano, ama con todo tu corazón la humildad, mediante la cual se preservará la concordia de todos los hermanos y la unidad de la santa Iglesia universal. Ciertamente el apóstol Pablo , cuando oyó a algunos decir: « Yo soy de Pablo , yo de Apolos, pero yo de Cristo» (1 Corintios 1:13 ), contempló con sumo horror tal dilaceración del cuerpo del Señor, por la cual se unían, por así decirlo, a otras cabezas, y exclamó: «¿ Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿O fuisteis bautizados en el nombre de Pablo ?» (ib.). Si, pues, él rehuyó someter parcialmente a los miembros de Cristo a ciertas cabezas, como si estuvieran al lado de Cristo, aunque esto fuera para los propios apóstoles , ¿qué le dirás a Cristo , quien es la Cabeza de la Iglesia universal, en el escrutinio del juicio final, habiendo intentado someter a todos sus miembros a ti mismo mediante el apelativo de Universal? ¿Quién, pregunto, se propone imitar con este título injusto sino aquel que, despreciando las legiones de ángeles que lo acompañaban socialmente, intentó ascender a una eminencia singular para parecer no estar bajo nadie y estar solo por encima de todos? Quien incluso dijo: « Subiré al cielo, exaltaré mi trono sobre las estrellas del cielo; me sentaré en el monte del pacto, a los lados del norte; ascenderé sobre las alturas de las nubes; seré semejante al Altísimo» ( Isaías 14:13) .
Pues ¿qué son todos tus hermanos, los obispos de la Iglesia universal, sino estrellas del cielo, cuya vida y discurso brillan juntos entre los pecados y errores de los hombres , como entre las sombras de la noche? Y cuando deseas colocarte por encima de ellos con este orgulloso título, y pisotear su nombre en comparación con el tuyo, ¿qué más dices sino «Subiré al cielo»; «Exaltaré mi trono por encima de las estrellas del cielo»? ¿No son todos los obispos juntos nubes, que llueven en las palabras de la predicación y brillan en la luz de las buenas obras? Y cuando tu Fraternidad los desprecia, y de buena gana quieres oprimirlos bajo tu mando, ¿qué más dices sino lo que dijo el antiguo enemigo: « Subiré por encima de las alturas de las nubes»? Todo esto, cuando contemplo con lágrimas y tiemblo ante los juicios ocultos de Dios , mis temores aumentan y mi corazón no puede contener sus gemidos, pues este santísimo hombre , el señor Juan, de tan gran abstinencia y humildad, ha, por la seducción de lenguas familiares, estallado en tal soberbia que intenta, en su codicia de ese nombre injusto, ser como aquel que, deseando con orgullo ser como Dios , perdió incluso la gracia de la semejanza que le fue concedida, y por buscar falsa gloria , perdió así la verdadera bienaventuranza. Ciertamente, Pedro, el primero de los apóstoles , miembro de la santa y universal Iglesia, Pablo , Andrés, Juan, ¿qué eran sino cabezas de comunidades particulares? Y, sin embargo, todos eran miembros bajo una misma Cabeza. Y (para resumir en un breve discurso) los santos antes de la ley, los santos bajo la ley, los santos bajo la gracia , todos ellos conformando el Cuerpo del Señor, fueron constituidos miembros de la Iglesia , y ninguno de ellos ha deseado ser llamado universal. Ahora, que Su Santidad reconozca hasta qué punto se inflama en su interior deseando ser llamado con ese nombre con el que nadie que fuera verdaderamente santo se atrevió a ser llamado.
¿No fue el caso, como bien sabe vuestra Fraternidad , que los prelados de esta Sede Apostólica , a la que por la providencia de Dios sirvo, tuvieron el honor de ser llamados universales por el venerable Concilio de Calcedonia ? Sin embargo, ninguno de ellos ha deseado jamás ser llamado con tal título, ni se ha aferrado a este nombre imprudente, no sea que, si, en virtud del rango del pontificado, se arrogara la gloria de la singularidad, pareciera que la negaba a todos sus hermanos.”