Fragmento de la Institución de la Religión Cristiana de Juan Calvino, Libro IV, Capítulo II, Sec. 11-12;
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Aun así, como en tiempos antiguos entre los judíos permanecían ciertos privilegios e indicios de una Iglesia, también hoy reconocemos que entre los papistas subsisten algunos vestigios que el Señor ha querido preservar, aun en medio de su corrupción. Cuando Dios estableció su pacto con Israel, dicho pacto no fue mantenido por la fidelidad del pueblo, sino por el poder del mismo Dios, que resistió su impiedad y preservó su verdad. Tal es la firmeza y fidelidad de la gracia divina, que el pacto continuó vigente a pesar de la infidelidad del pueblo; ni siquiera la profanación de la circuncisión por manos impuras fue suficiente para anularla como señal válida del pacto. Por eso, el Señor llama “suyos” a los hijos de los israelitas, aun cuando, sin una bendición especial, no le pertenecieran (Ez. 16:20).
De la misma manera, al haber depositado su pacto en naciones como la Galia, Italia, Alemania, España e Inglaterra, cuando estas tierras cayeron bajo el yugo del Anticristo, Dios —para que su pacto no fuera violado del todo— conservó, en primer lugar, el bautismo como testimonio visible de dicho pacto. Este bautismo, consagrado por los labios del Señor, mantiene su eficacia a pesar de la corrupción humana. En segundo lugar, por su providencia, el Señor permitió que subsistieran ciertos remanentes, a fin de que la Iglesia no desapareciera por completo. Así como al derribar un edificio suelen quedar los cimientos y las ruinas, así tampoco permitió Dios que el Anticristo destruyera la Iglesia desde su fundamento o la redujera a nada. Aunque permitió una grave sacudida y desmembramiento como castigo a la ingratitud de los hombres que despreciaron su Palabra, se agradó en conservar parte del edificio, aunque fuera medio en ruinas.
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Por tanto, aunque no estamos dispuestos a conceder indiscriminadamente el título de Iglesia a la comunión papista, tampoco negamos que haya iglesias en medio de ella. La cuestión no gira en torno al nombre en sí, sino a la verdadera y legítima constitución de la Iglesia, la cual se define por la comunión en los ritos sagrados —que son señales de la confesión cristiana— y, especialmente, por la pureza de la doctrina.
Daniel y Pablo profetizaron que el Anticristo se sentaría en el templo de Dios (Dn. 9:27; 2 Ts. 2:4), y nosotros reconocemos al Papa de Roma como el principal cabecilla y estandarte de ese reino perverso y abominable. El hecho de que se siente en el templo de Dios indica que su dominio no suprimiría por completo el nombre de Cristo ni el de su Iglesia. De ello se sigue que no negamos que, bajo su tiranía, subsistan ciertas iglesias; aunque profanadas por sacrilegios, oprimidas por un dominio tiránico, corrompidas casi hasta la muerte por doctrinas impías y venenosas, y tan degradadas que Cristo yace en ellas como medio sepultado, el evangelio está suprimido, la piedad es perseguida y la adoración verdadera ha sido casi abolida. En suma, todo está tan desordenado que más bien exhiben el rostro de Babilonia que el de la ciudad santa de Dios.
En una palabra: las llamo iglesias en la medida en que el Señor, por un milagro de su gracia, aún conserva en ellas algunos restos de su pueblo, aunque estén miserablemente esparcidos y lacerados, y mientras permanecen allí ciertos símbolos de la Iglesia —símbolos cuya eficacia no puede ser destruida ni por el diablo ni por la maldad humana. Sin embargo, puesto que las marcas que verdaderamente deben definir a una Iglesia están en gran medida borradas, afirmo que todo el cuerpo, así como cada congregación individual bajo ese sistema, carecen de la forma legítima de una verdadera Iglesia.