Artículo de Nuestra Fe hispana.
Introducción
Desde los albores del cristianismo, Hispania y posteriormente América Hispánica ha sido un laboratorio teológico donde conviven fidelidad apostólica, innovación doctrinal y disputas eclesiales. Su historia muestra periodos de gran luz —defensa temprana de la ortodoxia trinitaria, vigor patrístico, celo misionero y evangelización en América— junto a profundas sombras —coerción religiosa, sincretismos, politización del dogma y más—. Su legado puede ordenarse en tres grandes paradigmas de continuidad doctrinal:
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Continuidad dogmática infalible (lectura segú católico-romana; papista).
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Continuidad y discontinuidad falible, siempre reformanda (lectura hispana reformada).
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Discontinuidad absoluta (protestantismo radical e indiferente).
La historia del cristianismo en la Península Ibérica es un tapiz complejo de fidelidad y error. Desde los rumores de misioneros judeo-cristianos que arribaron tras Pentecostés hasta los debates contemporáneos sobre la secularización, la “hispanidad cristiana” muestra luces intensas y sombras profundas. Los primeros concilios nacionales —Elvira (c. 306) y Toledo III (589)— exhiben una temprana preocupación por la disciplina moral, la protección de la fe trinitaria y la catequesis bíblica, aun cuando comienzan a percibirse también tensiones entre zelo pastoral y coerción civil. Elvira redactó ochenta y un cánones que vigilan la pureza de vida y la separación de la Iglesia del mundo; Toledo III, además de incorporar el Filioque al Credo occidental, legisló mezclando el gobierno civil con el eclesiástico. Este legado patrístico —en el que brillan Isidoro, Leandro y Braulio— demuestra que Hispania contribuyó decisivamente a la definición ortodoxa de la Trinidad y al impulso de la educación bíblica, aunque simultáneamente sembró la semilla de la confusión entre altar y trono.
I. Observación teológica e histórica
A partir de esa base se desarrollaron tres lecturas distintas sobre la continuidad doctrinal. La primera, abanderada por el papado, sostiene una continuidad infalible: la Iglesia hispana se habría mantenido libre de error sustancial gracias al primado petrino y a la potestad magisterial suprema definida en Pastor aeternus (1870). Desde esta óptica, los concilios hispanos y la posterior religiosidad barroca no precisan más que desarrollos orgánicos del mismo depósito de la fe; los episodios de corrupción son lamentables, pero no afectan a la doctrina oficialmente definida. La fuerza de esta interpretación radica en la memoria litúrgica y sacramental que preservó; su debilidad, en la dificultad para reconocer yerros dogmáticos o morales que, de hecho, se afianzaron con el tiempo.
La segunda visión —propia de la Reforma magisterial histórica hispana— afirma continuidad y discontinuidad a la vez: la Iglesia es “columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15), pero es falible y necesita una reforma constante conforme a la Escritura. Movimientos conciliares medievales ya apuntaban esa autocrítica, pero la gran sacudida llegó con exiliados como Casiodoro de Reina, cuya Biblia del Oso (1569) devolvió al pueblo la Palabra en lengua vernácula y denunció una serie de abusos doctrinales y disciplinarios. Esta postura enfatiza sola Scriptura —“Toda la Escritura es inspirada por Dios… para que el hombre de Dios sea perfecto” (2 Timoteo 3:16-17)— y entiende la historia como un taller en el que el Espíritu pule la Iglesia. Su riesgo reside en la fragmentación si el principio de reforma pierde la noción de comunión católica.
La tercera lectura, propia del protestantismo radical, observa una ruptura total: la Iglesia se desvió irremediablemente tras los primeros siglos y sólo cabe “restaurar” la comunidad apostólica desnuda de credos, jerarquías o sacramentos históricos. Los anabaptistas del siglo XVI —perseguidos tanto por católicos como por luteranos— encarnaron esta tesis y, aunque su presencia en España fue mínima, inspiraron más tarde a iglesias libres que ven la tradición patrística con recelo. Su virtud es la llamada profética a la santidad y a la vida comunitaria sencilla; su debilidad, el riesgo de ahistoricismo que ignora la providencia divina en los siglos intermedios.
Si queremos hacer justicia a las luces y denunciar las sombras, debemos combinar la gratitud por la fidelidad temprana con un discernimiento bíblico de las añadiduras posteriores. El celo disciplinario de Elvira y la solidez trinitaria de Toledo deben rescatarse; las legislaciones coercitivas, la identificación del poder político con el dogma y las doctrinas no apostólicas han de ser examinadas a la luz de la Escritura. El principio reformado Ecclesia reformata, semper reformanda evita tanto el inmovilismo romano como el olvido radical de la historia, y reconoce que la “fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3) sigue exigiendo purificación. Sólo así la herencia hispana podrá iluminar de nuevo a las naciones —como afirmó Simeón sobre Cristo, “luz para revelación a los gentiles” (Lucas 2:32)— y poner todas las esferas de la vida bajo el señorío de Jesucristo.
La tesis que defendemos aquí es que la “hispanidad cristiana” posee elementos valiosos en sus primeros siglos que deben rescatarse, pero también errores que, al introducirse, aumentarse y mantenerse en nuestra herencia hispana, exigen reformase conforme a las Escrituras junto con un pueblo comprometido (2 Timoteo 3:16-17).
II. Tres paradigmas de continuidad
Raíces primitivas (siglos I-VIII)
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Evangelización temprana: Fuentes patrísticas insinúan la llegada de misioneros judeo-cristianos (Hechos 2:9-11) que sembraron comunidades en Hispania.
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Concilio de Elvira (c. 306): 81 cánones que revelan celo disciplinario y una temprana preocupación por la pureza moral y la separación Iglesia-mundo.
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Concilios visigóticos de Toledo: El III de Toledo (589) integró el Filioque, definiendo la fe trinitaria y sellando la unidad Occidental.
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Padres hispanos (Isidoro, Leandro, Braulio): exégesis bíblica, defensa de la regula fidei y crítica al paganismo, arrianismo y toda fe no Católica (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia).
Estos siglos ofrecen “luces” (ortodoxia trinitaria, sólida catequesis) y “sombras” (legislación coercitiva creciendo para los siglos venideros).
Tres paradigmas de continuidad
1. Continuidad dogmática infalible
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Fundamento: Primado petrino e infalibilidad papal, formalizada en Pastor aeternus (Vaticano I, 1870).
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Lectura histórica: Ve en Elvira, Toledo y la Reconquista una línea ininterrumpida donde el “depósito de la fe” nunca erró.
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Fortaleza: Custodia de la memoria litúrgica y sacramental.
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Debilidad: Minimiza episodios de corrupción doctrinal o moral; dificulta la autocrítica, pues el magisterio supremo se entiende irreformable “al definir”.
2. Continuidad-discontinuidad falible (semper reformanda)
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Principio: La Iglesia es “columna y baluarte de la verdad” (1 Ti 3:15), pero falible; su norma suprema infalible es la Escritura (sola Scriptura, Marcos 7:13).
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Historia Hispana:
- Una fe Católica en el sentido conciliar de los primeros cuatro concilios (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia).
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Reformas internas medievales (movimientos conciliares, corrientes bíblicas).
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Reforma del s. XVI: Exiliados como Casiodoro de Reina tradujeron la Biblia al castellano (Biblia del Oso, 1569), denunciando abusos y llamando a volver a la Palabra.
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Fortaleza: Fomenta autocrítica continua, purificación de doctrinas añadidas y retorno a la autoridad bíblica.
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Debilidad: Riesgo de fragmentación si el principio de reforma se desconecta de la comunión histórica.
3. Discontinuidad absoluta (protestantismo radical)
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Tesis: Desde el siglo XVI algunos grupos (anabaptistas, espiritualistas) vieron a la Iglesia posterior al siglo IV como apóstata; optaron por “restaurar” la Iglesia del NT, rechazando credos, orden y sacramentalidad histórica.
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En Hispania: Su implantación fue mínima, pero inspiró núcleos clandestinos y, siglos después, movimientos evangélicos libres incluyendo en América Hispana.
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Fortaleza: Llamado radical a la santidad y a la comunidad neotestamentaria.
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Debilidad: Tendencia a ignorar la providencia de Dios en la historia, cayendo en un “ahistoricismo” que desvaloriza la tradición temprana hispana.
III. Propuesta teológica: rescatar y reformar
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Recuperar el tesoro patrístico hispano: Concilio de Elvira nos recuerda la urgencia de la disciplina; Isidoro, la centralidad escrituraria.
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Aplicar el principio reformado de autocrítica: Ecclesia reformata, semper reformanda —sin caer en rupturas innecesarias—.
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Discernir adiciones posteriores: Devociones, estructuras o doctrinas no apostólicas deben juzgarse a la luz de la Palabra.
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Valorar la continuidad católica-histórica donde sea bíblicamente sana (credo trinitario, cristología calcedonense), y a la vez se debe rechazar la pretensión de infalibilidad universal del Papa.
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Dialogar con nuestra comunidad Hispana actual desde el Evangelio y la historia: Mostrar que “la fe entregada una vez a los santos” (Jud 3) puede conservarse sin negar la obra del Espíritu en los siglos intermedios.
Conclusión
La cristiandad hispana es un tapiz de fidelidad y error. Quien afirma una continuidad infalible corre el peligro de blindar los yerros; quien sostiene una discontinuidad absoluta arriesga descartar un legado precioso; quien, a la luz de la Escritura, reconoce continuidad y discontinuidad puede discernir las luces primitivas, denunciar las sombras medievales y abrazar una reforma constante que rinda toda esfera “conforme al Evangelio de Jesucristo y según su Palabra-Ley”. Así, la hispanidad cristiana recuperará su vocación: ser “luz para iluminación de las naciones” (Lucas 2:32) también en el siglo XXI.