Nuestra justicia no depende de nosotros [1]
Interpretado por David Barcelo en Sermonaudio.com
Juan Calvino (1509-1564) [2]
Expliquemos primero el significado de las expresiones ser justificado ante los ojos de Dios, ser justificado por fe o por obras. Decimos que alguien es justificado ante los ojos de Dios cuando Dios juzga que es justo y acepto debido a su justificación. Porque la iniquidad es abominable para Dios, de modo que el pecado no puede encontrar gracia ante él mientras es y sea considerado pecador. Por lo tanto, dondequiera que haya pecado, está también la ira y venganza de Dios.
Por otro lado, es justificado aquel que se considera no pecador, sino justo, y como tal queda absuelto ante el tribunal de Dios, donde todos los pecadores son condenados. Igual que un hombre inocente, cuando se le presentan cargos ante el juez imparcial quien decide de acuerdo con su inocencia, se dice que es justificado por el juez, así también se dice que es justificado por Dios cuando, quitado del catálogo de los pecadores, tiene a Dios como el Testigo y Abogado de su justicia. De la misma manera, se dice que es justificado por obras, si en su vida puede encontrarse una pureza y santidad que amerita un testimonio de justicia ante el trono de Dios, o si por la perfección de sus obras puede responder y satisfacer la justicia divina. Por el contrario, el hombre será justificado por la fe cuando, a exclusión de la justicia de las obras, se apropia de la justicia de Cristo y vestido en ella aparece ante Dios no como un pecador, sino como justo. Por lo tanto, sencillamente interpretamos la justificación como la aceptación con la que Dios nos recibe como objetos de su favor, tal y como si fuéramos justos. Y afirmamos que esta justificación consiste en el perdón de los pecados y la imputación de la justicia de Cristo.
Consideremos ahora la verdad de lo que dijimos en la definición, es decir, que la justificación por la fe es la reconciliación con Dios y que esto consiste exclusivamente en la remisión de pecados. Tenemos que volver siempre a los axiomas de que la ira de Dios alcanza a todos los hombres mientras sigan siendo pecadores. Isaías lo expresa elegantemente con estas palabras: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isa. 59:1-2). Nos dice aquí que el pecado es una separación entre Dios y el hombre, que su rostro se aparta del pecador y que no puede ser de otra manera, pues asociarse con el pecado es contradictorio a su justicia. De ahí que el Apóstol muestra que el hombre está enemistado con Dios mientras no se reconcilie por medio de Cristo (Rom. 5:8-10). Por lo tanto, cuando el Señor lo acepta como suyo, se dice que lo justifica, porque no puede reconciliarse ni unirse con él sin cambiar su condición de un pecador a la de un hombre justificado. Agrega que esto se lleva a cabo por la remisión de pecados. Pues si aquellos que han sido reconciliados por el Señor son evaluados por las obras, en realidad siguen siendo pecadores, cuando debieran ser puros y libres de pecado. Por lo tanto, es evidente que la única manera como aquellos que Dios adopta son hechos justos es cuando sus contaminaciones son borradas por la remisión de pecados. De modo que esta justificación puede ser expresada como: la remisión de pecados.
Ambas cosas mencionadas son expresadas con perfecta claridad por Pablo: “Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación”. Luego agrega la suma de su misión: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:19-21). El Apóstol usa aquí justicia y reconciliación indiscriminadamente, para hacernos comprender que la una incluye a la otra. Explica que la manera de obtener esta justicia es que nuestros pecados no nos sean imputados. Por lo cual, de ahora en adelante no podemos dudar cómo Dios nos justifica cuando nos dice que nos reconciliará con él mismo por medio de imputar nuestras faltas.
De la misma manera, en la epístola a los Romanos da prueba, por el testimonio de David, que la justicia es imputada sin obras porque declara que es bienaventurado el hombre “cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos” y “a quien Jehová no culpa de iniquidad” (Rom. 4:7; Sal. 32:1-2). En ese caso no cabe duda que usa la palabra bienaventurado para expresar justicia; y como declara que consiste del perdón de los pecados, no hay razón para que nosotros la definamos de otra manera. Del mismo modo, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, expresa en su cántico que el conocimiento de la salvación consiste en el perdón de los pecados (Luc. 1:77). Lo mismo hizo Pablo, cuando hablando al pueblo de Antioquia les dio un resumen de la salvación. Lucas declara que concluyó de esta manera: “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hech. 13:38-39). Así que el Apóstol conecta el perdón de los pecados con la justificación en una forma que demuestra que son totalmente lo mismo. Y, por consiguiente, argumenta correctamente que la justificación, que debemos a la indulgencia de Dios, es gratuita.
Tampoco debiera parecer extraño el modo de expresarse diciendo que los creyentes son justificados ante Dios no por obras, sino por aceptación gratuita, viendo que se usa frecuentemente en las Escrituras y a veces también por los escritores de la antigüedad. Agustín [3] dice: “La justicia de los santos en este mundo consiste más en el perdón de los pecados que en la perfección de la virtud”[4]. Con esto coincide el bien conocido sentimiento de Bernardo [5]: “No pecar es la justicia de Dios, pero la justicia del hombre es el deleite de Dios” [6]. Anteriormente afirma que Cristo es nuestra justicia por absolución [7], y por lo tanto, son justos únicamente aquellos que han obtenido perdón por misericordia.
De allí que también es prueba de que es enteramente por la intervención de la justicia de Cristo que obtenemos justificación delante de Dios. Esto es equivalente a decir que el hombre no es justo en sí, sino que la justicia de Cristo le es transmitida por imputación, cuando realmente merece el castigo. Esto da por tierra con el dogma absurdo de que el hombre es justificado por fe, en la medida que lo coloca bajo la influencia del Espíritu de Dios por quien es hecho justo. Esto es tan contrario a la doctrina anterior que jamás puede reconciliarse con ella. No puede haber duda de que aquel que es enseñado a buscar la justicia en sí mismo, no la posee él mismo. El Apóstol declara claramente esto cuando dice que el que no conoció pecado fue hecho una víctima expiatoria por el pecado, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él (2 Cor. 5:21).
Vemos que nuestra justicia no está en nosotros, sino en Cristo. La única manera como podemos poseerla es ser partícipes de Cristo, dado que con él poseemos toda riqueza. No hay nada contradictorio en esto según dice en otro lugar: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Rom. 8:3-4). El único cumplimiento al cual se refiere aquí es el que obtenemos por imputación.
Nuestro Señor Jesucristo nos transmite su justicia, y de algún modo milagroso en lo que se relaciona con la justicia de Dios nos inyecta su poder. Que esta era la creencia del Apóstol se hace muy claro en otra postura que había expresado un poquito antes: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:19). Declarar que somos justos exclusivamente porque la obediencia de Cristo nos es imputada como si fuera de nosotros, es colocar nuestra justicia bajo la obediencia de Cristo.
Por lo cual, me parece a mí, que Ambrosio [8] nos llama elegantemente la atención a la bendición de Jacob como una ilustración de esta justicia cuando dice que él no merecía la primogenitura, que simuló ser su hermano, se puso su ropa que emanaba un aroma placentero, y así se presentó ante su padre a fin de recibir una bendición para su propio beneficio, aunque pretendiendo ser otro. Agrega que así nos ocultamos nosotros bajo la preciosa pureza de Cristo, nuestro Hermano primogénito, a fin de obtener evidencia de justicia ante la presencia de Dios. Estas son las palabras de Ambrosio: “El que Isaac oliera el aroma de su ropa, quizá signifique que somos justificados no por obras sino por fe, ya que la debilidad carnal impide nuestro obrar, pero los errores de la conducta son cubiertos por la intensidad de la fe, que amerita el perdón de las faltas” [9]. Y por cierto que así es, porque a fin de aparecer ante la presencia de Dios para salvación, tenemos que emanar la fragancia de un aroma, habiendo cubierto y sepultado nuestros pecados por medio de su perfección.
[1] Cortesía de Chapel Library, Justicia Imputada Numero 191s. [2] Juan Calvino (1509-1564): el padre de la teología reformada y presbiteriana. Durante el curso de su ministerio en Génova, que duró casi veinticinco años, Calvino dio cátedras a estudiantes de teología y predicó un promedio de cinco sermones por semana además de escribir un comentario de casi todos los libros de la Biblia al igual que numerosos tratados sobre temas teológicos. Su correspondencia llena once tomos. Nació en Noyon, Picardie, Francia. [3] Aurelio Agustín (354-430) – Obispo de Hipona, teólogo eclesiástico antiguo, conocido por muchos como el padre de la teología ortodoxa. Nacido en Tagaste, África del Norte. [4] Agustín, La ciudad de Dios XIX, (MPL 41, 657, tr. NPNF II, 419). [5] Bernardo de Claraval (1090-1153) – El teólogo más reconocido de su época. Escribió obras místicas, teológicas, devocionales e himnos como O Sacred Head Now Wounded (O Cabeza Sagrada Ahora Herida). [6] Bernardo, Sermons on the Song of Songs (Sermones sobre el Cantar de los Cantares) 23. 15 (MPL183. 892; tr. S. J. Eales, Life and Works of St. Bernard (Vida y obras de San Bernardo IV. 141). 7 absolución – remisión o perdón de los pecados. [7] De Institutes of the Christian Religion (Institutos de la religión cristiana), III. xi. 2, 21-23.