La Catolicidad como identidad que traspasa fronteras

La movilidad en el Imperio Romano existía, pero no era igual para todos. El tránsito dependía del estatus cívico, de permisos oficiales y de servicios debidos al Imperio. Ese andamiaje generaba corredores seguros para las élites y cuellos de botella para el resto. En ese mundo de paso selectivo irrumpe el cristianismo apostólico y, con él, una forma inédita de comunión que rehúsa coincidir con fronteras civiles.

I. El Cristianismo y la Catolicidad

Desde el principio, el libro de los Hechos revela una expansión translingüística y transfronteriza orientada por promesa y mandato, no por privilegio: “pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). La persecución no cerró el camino; lo multiplicó: los dispersos “iban por todas partes anunciando el evangelio” (Hechos 8:4). Y la unidad en Cristo derribó los criterios étnicos de acceso, porque “Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Efesios 2:14). La Iglesia naciente no pidió permiso para existir; nació con vocación de catolicidad efectiva. Esa vocación tomó forma histórica en la fe conciliar. Constantinopla (381) fijó, sin ambigüedades, la autocomprensión universal: “una, santa, católica y apostólica”. No se trató de una etiqueta honorífica, sino de una identidad operativa: la Iglesia no coincide con ninguna nación ni puede quedar custodiada por aduanas imperiales o líneas estatales. De allí que Antioquía, Alejandría, Roma, Jerusalén y luego Constantinopla funcionaran como vértebras de una misma columna de fe, coordinando circulación de personas, cartas y libros bajo un único Cristo. Los concilios, al estandarizar símbolos (Credos), practicar cartas de comunión, sostener sínodos periódicos, reconocer asilo y organizar hospitalidad, transformaron una movilidad vertical—diseñada para clases con salvoconducto—en una red horizontal que amparó a creyentes, clérigos, pobres y peregrinos. Donde el Imperio ofrecía paso condicionado, la catolicidad edificó caminos de movilización libre; donde el Estado segmentaba, la Iglesia reconcilió; donde el poder imperial ataba, el Evangelio desataba.

II. La Catolicidad como semilla para la liberación

Conviene subrayar que esta catolicidad no “encadenó” a la Iglesia a un trono, ni subordinó su misión al capricho de una administración. Al contrario, la normalización conciliar de la fe—su símbolo compartido—fue motor de movimiento. Un credo común no inmoviliza; sincroniza. Al unificar la confesión sobre la Trinidad y la Cristología, la Iglesia pudo reconocer como suyos a hermanos que hablaban otras lenguas, obedecían otras jurisdicciones y portaban otras costumbres, pero que invocaban al mismo Señor. Esa unidad confesional hizo del Mediterráneo y de sus fronteras una malla de intercambio: obispos que viajan con cartas de recomendación, diáconos que coordinan diaconías translocales, copistas que replican textos canónicos, hospicios que acogen al forastero. El resultado fue una res pública supraterritorial—catolicidad práctica—que no eliminó la política, pero la relativizó bajo el Señorío de Cristo, creando corredores de misericordia y enseñanza que ninguna prefectura podía monopolizar. Mirado así, el cristianismo conciliar no fue un aparato de control, sino un sistema de liberación ordenada. No predicó un cosmopolitismo etéreo, sino una comunión concreta regulada por doctrina y caridad. Las fronteras civiles siguieron existiendo, pero quedaron atravesadas por una lealtad más alta: el Credo. Esa lealtad no abolía la patria chica; la subordinaba al Reino. Y porque la subordinaba, habilitaba una libertad más real que la del pasaporte: pertenecer al cuerpo de Cristo hacía posible cruzar muros que el estatus romano no cruzaba—muros de hostilidad, de sospecha, de ignorancia mutua—sin disolver la diferencia legítima ni renunciar a la verdad. La fórmula es sencilla y exigente: Cristo es Rey Supremo; su Iglesia, una; su misión, universal; su caridad, concreta.

Conclusión

Esto es, precisamente, lo que hemos perdido. En demasiados lugares, la fe se ha vuelto una marca local o nacionalismo contrario a la fe y sus frutos pro libertad; la comunión, un trámite burocrático; la misión, un proyecto segmentado por tribus ideológicas. Reconstituir la Catolicidad práctica de los primeros siglos no significa copiar sus formas políticas, sino recuperar su nucleó y nervio: símbolos claros, disciplina fraterna, hospitalidad que abre camino, y cooperación entre iglesias que comparten mesa y misión. Implica, también, recordar que las confesiones no son jaulas, sino puentes: fijan la verdad para que el pueblo camine seguro sobre ella. Cuando la Iglesia rehúsa confesar, se inmoviliza; cuando confiesa con claridad, se pone en marcha. El mandato que autoriza ese movimiento no es humano; es regio. “Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.” (Mateo 28:18–20). Donde Cristo posee “toda potestad”, la Iglesia posee un camino abierto. Volvamos, pues, a una Catolicidad que confiesa y camina: la fe bien definida que hace posible la libre circulación de la misericordia y de las personas, para que—más allá de cualquier frontera—el mismo Evangelio siga cruzando de pueblo en pueblo, y de siglo en siglo.
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